viernes, 6 de abril de 2012

DE UN ETERNO COSTALERO

LF: 95mm. f 4,5. 1/13s.
"¡Ay! Yo he conocido hombres que perdieron su esperanza más alta. Y, desde entonces, calumniaron todas las altas esperanzas". Así habló Zaratustra. Friedrich Nietzsche.

Da igual dónde te encuentres. Si la viviste con intensidad, la Semana Santa retorna al alma y la agita. Una túnica de terciopelo, un redoble en la palillera o el olor a peladillas. Cualquier insinuación basta para que obre el prodigio, como esos posos mustios que al removerlos despliegan al aire las esencias que tuvieron en su esplendor. Anoche me paseé por el barrio del Cabañal de Valencia y disfruté de una Semana Santa muy diferente a la de mi Sevilla natal. Radicalmente diferente y sin embargo, cercana. Resulta difícil de explicar. Yo sólo fui un simple costalero de Sevilla. Nunca comprendí por qué Joaquín Sabina, de entre todas las vidas, prefería ser pirata cojo a costalero en Sevilla. Aún conservo la papeleta de sitio de mi primera estación de penitencia bajo el palio de la Virgen de la Paz, con el mítico Manolo Santiago de capataz, un lejano 15 de abril de 1984. La vida se va, y los objetos y lugares son crueles con los recuerdos. Los contemplas con veneración, tratando de que te devuelvan una pizca de lo vivido, pero son esquivos, cicateros, poco dados a conversar. Y aún así, conservan un tímido rescoldo de emociones pretéritas que alimentan la nostalgia. Para el chaval que fui, ser costalero era un honor y un privilegio. Pertenecer a esa casta de hombres capaces de sufrir lo indecible bajo las trabajaderas por algo, que si bien se mira, es sólo un sentimiento, me llenaba de orgullo. Entonces no sabía explicarlo, y hoy todavía me cuesta. Nos hemos acostumbrado tanto al rédito de cada acción, a valorar las cosas por su precio, que los gestos del espíritu han quedado arrumbados en el todo a cien de la historia. Pero puedo asegurar que pocas cosas elevan tanto al hombre como alejarse de sí mismo y trabajar en un esfuerzo común, sentirse parte de un todo que da sentido a sus actos… La lección que aprendí aquellos años, con el costal, la faja y las zapatillas de esparto como santos óleos que me transfiguraban al llegar la primavera, fue que no importa que tu idea de Dios esté plenamente definida. Si eres capaz de sacrificarte; si no conviertes las dudas en excusas para eludir tu responsabilidad, por muy ingrata que sea; si eres capaz de luchar hasta la extenuación y de renacer tras cada chicotá, con más fuerza y entusiasmo que nunca; entonces es que has comprendido el misterio de Cristo. Quizás no soy el más indicado para interpretarlo, pero es lo que resuena dentro de mí cada Semana Santa: un llamador, una voz, hombres que obedecen, se tensan y levantan con fuerza un milagro. Por muy lejos que me encuentre de Sevilla, no puedo olvidar que fui, que sigo siendo y que seré siempre un costalero.

1 comentario:

  1. Lágrima. No necesariamente tristeza. O sí, para qué nos vamos a engañar

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